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Novo artigo de Mariano Enguita

Una pandemia imprevisible ha traído la brecha previsible

Desde los inicios de la expansión de la microinformática y la internet, el mundo educativo no ha parado de señalar los riesgos de la brecha digital. A comienzos de la década de los noventa se publicaron en los EEUU varios informes que dieron origen al concepto. Hace apenas tres años, Susana Vázquez y yo realizamos una serie de entrevistas a profesores sobre la incorporación del y al entorno digital y todavía llamaba la atención la insistencia, particularmente desde la escuela público, en que resultaba impensable porque una parte importante de alumnos y familias no tenían equipamiento ni conectividad.

La fuente que venía a verificar la existencia de tal brecha, más allá del anecdotario, eran las encuestas de acceso a los ordenadores y a la red. A comienzos del siglo, no obstante, comenzaron ya a indicar que los alumnos de familias de menos recursos económicos, culturales, etc. pasaban más tiempo ante el ordenador y en la red que sus compañeros de clase media y alta, culta y escolarizada, etc. Tras la primera sorpresa, pronto se supo la explicación: las familias más acomodadas y educadas tienen una oferta más amplia de actividad y de ocio para sus hijos y son más capaces de entender, controlar y orientar lo que hacen estos ante las pantallas. Se comenzó a hablar entonces de la brecha de segundo orden, en el uso, entre un uso más variado, selectivo y formativo y otro más indiferenciado, consuntivo, pasivo.

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Mientras tanto, el ordenador y la red ya entraban en la escuela. Primero de manera muy limitada, implacablemente sometidos a las rutinas seculares: aulas de informática, ejercicios repetitivos, pizarras digitales, presentaciones (ppt) y fotocopias virtuales (pdf), lo más común, pero también, de manera minoritaria, en forma de repositorios de recursos, aplicaciones interactivas, plataformas multifunción, colaboración en la nube, etc. Era, y es, lo que podríamos llamar la brecha escolar, o de tercer orden: entre la escuela y la sociedad (los alumnos habitan un mundo digital y colaborativo fuera del aula pero son devueltos al de la pizarra y el papel, o a una caricatura digital del mismo, cuando entran en ella) y entre las escuelas mismas (unas, las menos, se sitúan en vanguardia en la integración entre el sistema escolar y el ecosistema digital, mientras que otras, las más, se resisten cuanto pueden o aceptan sólo aquello que pueden encajar en las rutinas de siempre).

Y en eso llegó la pandemia… y los alumnos fueron des[enj]aulados y, en distinta medida, desescolarizados. ¿Cómo se manifiestan y nos afectan ahora esas tres brechas?

La brecha primera, en el acceso, fue sobreestimada en el principio por todos y hasta hoy por la mayoría del profesorado. Es cierto que hay una minoría social sin o con apenas acceso, pero es cuantitativamente residual. Las cifras que se acostumbra a manejar sobre hogares sin acceso (sin ordenador, sin internet) suelen ser indiscriminadas, pero a efectos escolares sólo interesan las de hogares con alumnos. Según el INE, entre las parejas que conviven con hijos (de cualquier edad) el 93% tenía ordenador en 2019; de los niños de 10 a 15 años, el 90% han usado en su hogar el ordenador durante los últimos tres meses, el 93% la internet, y el 66% dispone de móvil. Por supuesto que esto no implica igualdad, pues habrá distinta cantidad de dispositivos por persona y desigual calidad de estos y de las conexiones por hogares, pero lo importante es que los have-nots, los sin acceso, son una cantidad menor que bien podría, en las circunstancias actuales, ser atendida con los dispositivos de que disponen los centros (incluidos los de mesa: ¿para qué los queremos inactivos durante meses?) y con bonos de conexión a la red. El mito de la brecha insuperable se ha mantenido por inercia y porque exagerar las carencias servía a algunos docentes para justificar su inacción y a algunos alumnos para eludir tareas y exigencias.

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La brecha segunda, en el uso, es más seria, pues cuanto más potente y flexible sea un medio mayores serán las oportunidades, pero también los riesgos de desigualdad sin las políticas públicas y prácticas profesionales adecuadas. Si la enseñanza se limitase aprender y recitar un catecismo, el riesgo de desigualdad sería mínimo; cuando se amplía al conjunto del currículum actual, a pesar de (y por) su academicismo y su fijeza, y a la amplia variedad de las experiencias escolares, a pesar de su componente clónico y rutinario, las posibilidades se multiplican, como bien sabemos; si pasamos ya a la enorme diversidad de contenidos, medios y usos del entorno digital, el riesgo, definitivamente, se dispara de manera exponencial. Esto no significa que haya que evitar el mundo digital, lo que no pocos todavía proponen, como tampoco que haya que cortar cualquier cabeza que sobresalga, sino justamente lo contrario, que hay que redoblar y afinar desde las instituciones públicas el esfuerzo por mitigar y compensar el efecto desigualitario que pueden tener las diferencias en la esfera privada. La educación en casa a la que nos ha empujado el CV-19, efectivamente, va a propiciar desigualdades en el aprendizaje y el desarrollo del alumnado, sea porque algunos lo harán peor que en las aulas, porque otros lo harán mejor o por ambas causas.

La brecha tercera, en fin, es la que mejor podríamos haber evitado, en su doble dimensión, pero no lo hemos hecho. Ni entre la escuela y la sociedad, ni entre escuelas. Hay que lamentar, entre paréntesis, que no dispongamos de información básica general, agregada, sobre qué se está haciendo en la situación actual. Sabemos, sí, que los alumnos están en casa y que el MEFP y otras autoridades han ampliado repositorios, emisiones audiovisuales, etc. Tenemos un anecdotario, por la prensa y por las redes, de magníficas iniciativas y de penosos sucedáneos o de simple inacción. Pero poco o nada más, ninguna imagen de conjunto. ¿Dónde está la Inspección (las Inspecciones)? ¿Por qué ni siquiera se hace una encuesta censal a los directores de centros para saber qué se está haciendo, cuando la tecnología disponible lo permite? Nos consta que hay alumnos que no reciben otras indicaciones que realizar tales o cuales ejercicios de tal o cual página del libro (lo que un dirigente sindical denominaba, hace unos días, actividades analógicas, quizá como contribución a la próxima antología del disparate), o familias a las que se recomienda que canten y bailen con los niños, mientras que otros centros y profesores profundizan en el uso del instrumental digital, fomentan la interconexión, promueven el aprendizaje colaborativo, cooperan entre colegas y acompañan virtualmente a sus alumnos, o simplemente se forman de manera acelerada en lo que ayer les parecía prescindible. Las grandes diferencias de hoy no son sino la explosión de las diferencias de ayer entre profesores y entre centros con y sin experiencia digital, con y sin una actitud innovadora, con o sin plataformas ya en marcha y probadas. En definitiva, una brecha anunciada, la que más en nuestras manos estaba corregir y la que menos hemos sabido prevenir.

Mariano Enguita. Artigo publicado no Cuaderno de campo em 31 de março de 2020

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